«La memoria de las epístolas» / Por Ricardo Musse Carrasco

ESCRIBE: Ricardo Musse Carrasco (*)

FOTOGRAFÍA: Nivardo Córdova Salinas

Ese crepúsculo se hundía también dentro de mis frágiles latidos. De eso ya hace mucho. No obstante, esta profunda nostalgia sigue rediviva todavía como las palabras que de papá salían desaladas; pero, por eso mismo, conmoviéndonos las agonizantes tardes perpetuas, como largos puentes destinados exclusivamente para que podamos transitar -con los recuerdos a cuestas-, hacia el origen de esas cartas escritas desde muy lejos.
Aquí el río (mientras los inmensos árboles se conmueven por las lágrimas que el viento arrastra de nuestros corazones) sigue fluyendo cadenciosamente y los humedecidos cánticos de los pájaros: Del noble chilalo, del leal choqueco y de la siempre invicta golondrina abrigan esta melancólica desnudez del alma. Nos dices que allá donde estás ahora, cuando la Luna -cual blanca esfera desbordada de nuestras más remotas inocencias- se acerca tiernamente a la ría (así llaman a la amplia embocadura del río Nervión, nos aclaras líneas abajo), algo dentro tuyo se yergue agitando el infinito mar de tus recuerdos.

El Sol de nuestra tierra (en la voz de papá tus palabras se extienden bastante, pareciera que se resistieran a silenciarse pronto) es tan inolvidable, tanto como el valle grandioso con su mítico verdor donde íbamos a recolectar nostalgias y hartos frutales; pero aquí del mismo modo, hermano, el Sol bilbaíno –aunque sin la canícula de nuestros orígenes- desfalleciéndose siempre sobre esta acuosa villa que, a medida que pasan los meses, va refugiando en mi alma –guardando esta orfandad familiar sin la concreta cercanía de sus latidos- unos entrañables resplandores que siguen encegueciendo –así sea por un momento- las elegíacas miradas cotidianas.

En una fotografía –en blanco y negro y de principios de siglo seguramente- metida en una de las tantas cartas, se observa una agencia de correos cuya perfecta arquitectura es colosalmente rectangular; diría la Melinda (nuestra primogénita sobrina) y que es muy hablantina y bandida, que eso es un tren muy grande y pesado, pero muy flojo porque no se le da por moverse por ningún motivo, y esos oscuros ventanales por donde unos desesperados pasajeros sacando sus trémulos rostros (a mí se me da también por jugar con la imaginación), con los brazos lastimados por las ineludibles despedidas, estremecen sus miradas ansiando perpetuarlas en estas laceradas escrituras que, reflejando tus recónditas emociones, desgarran -de modo ya imperecedero- la afligida piel de tus continuas cartas.

Al atardecer la lontananza de esta cantábrica villa enrojece dentro de las más férreas vivencias de mis latidos y todo entonces es una inmensa fragua extrayendo de esta acerada memoria -penetrando, además, el fuego de la nostalgia en las más intangibles honduras- encendidas imágenes de antiguas locomotoras que, a través de decimonónicos ferrocarriles, arrastran adioses hacia estas evocaciones que se encarnarán intensamente -y para siempre- en nuestra sangre. Y, claro -como sentenció el poeta- Tú y Yo, hermano, corremos y nos deja lamentablemente el tren de la felicidad:

-Pero supongo que cuando vas hacia esa playa que dices que queda en Vizcaya recordarás el cielo, aprisionado de nubes, de nuestra infancia.
-Bueno, cerca queda un puerto grande, pero decrépito, donde casi a diario se desembarcan -atiborradas y locuaces- multitud de epístolas para las foráneas ausencias.
-Debe ser conmovedor constatar la inmemorial costumbre de acoger correspondencias aquejadas, irremediablemente, por las lejanías.

– Sí, la lluvia nocturna sigue cayendo sobre la apesadumbrada ría, discurriendo hacia los primordiales corazones.
¿Y la Flora?: Su trashumante belleza me persigue todavía dentro de mis más líricas ensoñaciones, qué ha sido de su azarosa vida; Yo la recuerdo -díselo si percibes, en su lejanía infinita, su inconfundible aroma- cuando, trascendiendo la antigua muralla, me consubstancio con los gallardos juncos de capulí, ¡perdóname Vallejo por apropiarme de tu verso rural!, con los profusos robledales que, asemejándose a los robustos zapotales del norte, siguen enraizándose dentro de nuestras vigorosas memorias; pero especialmente con las magnolias y gardenias -con sus silvestres perfumes- porque traen -muy olorosamente- a mi alma sombría la blancura edénica de su recuerdo.

En Bilbao sería no un churre sino un travieso pequeñajo corriendo tras las celestiales atarazanas con el único propósito de navegar, ya reparado muy cerca de las intangibles orillas, hacia ese espacio inaccesible donde, incorpórea pero permanente, reside mamá para que nuestra filial posteridad sea el reencuentro de nuestras metafísicas plenitudes.
Papá ya culminó de leer tu postrera carta y sus seniles lágrimas (mientras los desfiladeros continúan erosionándose y los algarrobos siguen irguiéndose indeteniblemente) desembocarán -dices Tú amorosamente- hacia el antiquísimo crepúsculo que iluminará –ya póstumamente- nuestros milenarios y frágiles latidos.

(*) Poeta, docente, abogado y periodista cultural. Columnista del periódico «Tribuna Sullana» y el diario digital «Río Hablador» (Lima). Radica en Sullana (Piura).

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